Esta profesión de docente tan especial, dura y complicada, ingrata en ocasiones, infravalorada por quienes deben auparla y defenderla pero apasionante y emotiva, gratificante y a la vez retadora e imprevisible nos permite, en ocasiones, escuchar, de boca del alumnado, cómo se ha vivido de cerca el drama de determinadas experiencias negativas y cómo aquello con lo que soñaban, de repente, se les desmorona, aunque después sea un episodio más de sus vidas. De forma evidente sólo se trata de unos pocos casos que rompen la normalidad mayoritaria de la construcción de ilusiones y apasionantes proyectos de vida personal y familiar. A través de algunos de sus relatos participamos y sufrimos la pobreza debida a acciones que llevan a determinados mayores a olvidarse de sus responsabilidades. Vivir primeras experiencias amorosas muy duras. Escuchamos relatos rotos de sufrimiento debido al rechazo de la persona que, desde su castillo de hielo, dice que les ama. Nos muestran lo que sintieron al presenciar una discusión o un rompimiento definitivo y el dolor que les ocasionó el que sus seres queridos levantaran la voz. Nos afectó, en lo más hondo, el sentir el daño que produce el castigo físico y psicológico y toda una serie de experiencias que pueden marcar unas delicadas y tiernas pieles sin apenas curtir. Padecimos juntos la frialdad de la falta de tacto y de muestras de afecto debidas, en gran medida, a la educación recibida. Me disminuye escuchar cómo un ser humano de su misma edad les humilla aprovechando el heredado mal concepto del falso y enfermizo amor. Me entristece escuchar sus incursiones en mundos que no son adecuados a sus edades y también manifestaciones que hacen alusión a que les gusta que "les den caña", que les traten con rudeza, permitiendo que se les humille por temor a perder a alguien que creen insustituible pero que debieran percatarse que debe ser, de inmediato, sustituido y olvidado sin más. Esta cercanía diaria con un mundo que, en general, no les es permitido a los mayores nos coloca en una situación de privilegio y, a la vez, de preocupación e impotencia.
Me percato que no estoy entre mis compañeros y compañeras de antaño, cuando tenía su misma edad, y que las vivencias son diferentes a las de entonces, al menos a las mías. En aquellos hermosos años todo transcurría más despacio y con un mundo más cercano y al que podíamos, literalmente, tocar. Simplemente vivíamos en el entorno en dónde nos movíamos y no escuchábamos, cada mañana, muertes violentas a manos de monstruos, o locos, que los había y muy cercanos, que se creían dioses e inamovibles en su poltrona del poder. No quiero decir que los que ostentan un poder intocable sólo los tengamos en Libia, Irán, China o Vietnam porque muchos, o casi todos, nuestros políticos se eternizan en un estatus que no les pertenece y permanecen alejados de la realidad una vez paladean las prebendas de la ostentación de un ejercicio que les reporta más de lo que nunca soñaron. Tampoco en las democracias podemos permitir desigualdades sociales debidas a la posición de privilegio de la clase política ni unos sueldos injustos, ni pagas de por vida, ni tratos de favor. También nosotros debemos manifestarnos y hacerles llegar nuestro rechazo a tantas y tantas desigualdades y, sobre todo, a que se termine, de una vez por todas, un ejercicio indefinido de un cargo o de un entorno en el que, para no salir de él, desempeñan cualquier labor en el gobierno o en la oposición o en cualquier otra situación que apenas tiene utilidad y sí sustanciosos dividendos.
Quería terminar haciendo alusión a que los adultos debemos meditar y pensar, muy bien, lo que hacemos cuando, sin que nos demos cuenta, siempre hay unos ojos infantiles o adolescentes que observan y unos oídos que desde un rincón, detrás de una puerta, debajo de un mueble o envueltos en una cortina, asombrados y empapados en lágrimas e inmersos en el terror que les produce una acción inesperada de aquellos seres que deberían contarles historias, leerles cuentos, abrazarles cada noche, decirles palabras hermosas y llenas de golosinas. De la misma manera la clase política debe darse cuenta de que no tenemos los oídos tapados ni los ojos vendados, de que nuestros bolsillos son más pequeños, de que estamos hartos y asqueados de que mientras la población sufre las consecuencias de una crisis a ellos apenas les afecta y que no es lo mismo bajar el sueldo a un ciudadano de a pie, mileurista, que a otro ciudadano que multiplica por dos, tres cuatro o cinco veces su salario (los multiplicadores son a modo de ejemplo y están muy alejados de la realidad).
En las familias debemos robar, descaradamente y amorosamente, un tiempo a la televisión, al ordenador, a las máquinas de juegos y a compartir con los jóvenes aunque sean reticentes y desganados en la mayoría de las ocasiones. Esa lucha por recuperar espacios de encuentro es una tarea ardua y llena de dificultades pero no podemos arrojar la toalla y sí emprender un camino que, en un futuro no muy lejano, nos abrirá un recorrido más cargado de valores. Un pedimento final a la clase política para que no den malos ejemplos y fomenten los valores y, en este momento crucial de la historia, que no se vuelva a cometer el error de hace unos años en que por mor de la paz y la seguridad se entró en un conflicto que todavía se está pagando con vidas y patrimonios. Qué no volvamos a ver sanguinarios juicios y ejemplificaciones que no sirven sino para hacer ver, a los más jóvenes, la violencia y la falta de sensibilidad y de valores fundamentales de muchos seres (in)humanos. No podemos formar a nuestro alumnado con imágenes y hechos que sólo nos conducen a sentirnos disminuidos como seres humanos.
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