Un día, como otro cualquiera, se percata que su cuerpo está experimentando algunas variaciones pero, como casi todos hacemos, no le da mucha importancia e intenta disimular sus miedos. Sigue viviendo y disfrutando de esos prados llenos de flores, del aroma de rosas que se encuentran, a modo de alfombra mullida, esparcidas por el camino. Disfruta de los amaneceres, en la soledad de su trabajo y, de vez en cuando, de algún que otro arco iris que se le muestra incitador para que surque sus colores y se aventure a perderse en ellos. Va del rosa al amarillo, del celeste al verde esperanza. Un día, de improvisto, aquel funesto aviso, al que no le dio importancia, le llama a la puerta vestido de gris. Se trata de alguien muy cercano pero no deseado, que siempre se mantiene a la espera, una de esas enfermedades que cabalgan a lomos de un guepardo.
Experimenta algo nuevo y ve como la esperanza entra en un estado de dudas continuadas y, entre hielos y témpanos, se revuelca en el lodo para calmar ese no dolor físico insoportable y profundo. Recuerda que las fauces de las fieras, sin haber sido invitadas al festín, se apresuran a terminar su trabajo, desgarrando al que flaquea, e intentando hundirle en un mar tenebroso que no permite el retorno. Las olas enfurecidas le arrastran a la oquedad sin fondo y se precipita a un vacío del que es difícil volver aunque, en su desesperación, se aferra a las ramas que se le ofrecen, compasivas y amorosas, en la vertiginosa caída.
Siente y ve, en sus oníricos paseos nocturnos, como se acerca, galopante, su sino y experimenta una necesidad de mostrarse entero a pesar de que los síntomas se manifiesten sin invitarlos e intenta, desesperadamente, ocultarlos tras el velo de la danza de los desamparados que claman a Dios ese milagro que nunca se le ocurrió que tuviera que solicitar, en rezos y plegarias, o en dibujar la invisible cruz en su rostro y en su pecho. Está invitado a una de esas partidas que no se le apetece jugar pero la esperanza, a modo de intensa búsqueda del Santo Grial o de la Piedra Filosofal, que es capaz de volver el mal en bien, entra en juego y se pregunta, en su elegida soledad, si esos hombres sabios de bata blanca, a los que acudes en los momentos fríos, serán capaces de dar con el antídoto que todo lo vuelve dorado. La lucha continúa y cada vez son más visibles esos enemigos que te empujan a mostrarte, sin ninguna compasión, al espejo que todo lo sabe y que nada oculta.
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