January 2011 Archives

Cabalgar a lomos de un guepardo.

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Un día, como otro cualquiera, se percata que su cuerpo está experimentando algunas variaciones pero, como casi todos hacemos, no le da mucha importancia e intenta disimular sus miedos. Sigue viviendo y disfrutando de esos prados llenos de flores, del aroma de rosas que se encuentran, a modo de alfombra mullida, esparcidas por el camino. Disfruta de los amaneceres, en la soledad de su trabajo y, de vez en cuando, de algún que otro arco iris que se le muestra incitador para que surque sus colores y se aventure a perderse en ellos. Va del rosa al amarillo, del celeste al verde esperanza. Un día, de improvisto, aquel funesto aviso, al que no le dio importancia, le llama a la puerta vestido de gris. Se trata de alguien muy cercano pero no deseado, que siempre se mantiene a la espera, una de esas enfermedades que cabalgan a lomos de un guepardo.

         Experimenta algo nuevo y ve como la esperanza entra en un estado de dudas continuadas  y, entre hielos y témpanos, se revuelca en el lodo para calmar ese no dolor físico insoportable y profundo. Recuerda que las  fauces de las fieras, sin haber sido invitadas al festín, se apresuran a terminar su trabajo, desgarrando al que flaquea,  e intentando hundirle en un mar tenebroso que no permite el retorno. Las olas enfurecidas le arrastran a la oquedad sin fondo y se precipita a un vacío del que es difícil volver aunque, en su desesperación, se aferra a las ramas que se le ofrecen, compasivas y amorosas, en la vertiginosa caída.

         Siente y ve, en sus oníricos paseos nocturnos, como se acerca, galopante, su sino y experimenta una necesidad de mostrarse entero a pesar de que los síntomas se manifiesten sin invitarlos e intenta, desesperadamente, ocultarlos tras el velo de la danza de los desamparados que claman a Dios ese milagro que nunca se le ocurrió que tuviera que solicitar, en rezos y plegarias, o en dibujar la invisible cruz en su rostro y en su pecho. Está invitado a una de esas partidas que no se le apetece jugar pero la esperanza, a modo de intensa búsqueda del Santo Grial o de la Piedra Filosofal, que es capaz de volver el mal en bien, entra en juego y se pregunta, en su elegida soledad, si esos hombres sabios de bata blanca, a los que acudes en los momentos fríos, serán capaces de dar con el antídoto que todo lo vuelve dorado. La lucha continúa y cada vez son más visibles esos enemigos que te empujan a mostrarte, sin ninguna compasión, al espejo que todo lo sabe y que nada oculta.

 

Pobreza extrema.

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Hace unos meses se trabajó con nuestro alumnado el tema de la pobreza extrema y nos ayudamos del excelente programa televisivo titulado 21 días, de la Cuatro, en el que su presentadora Adela Úcar nos situaba en La Chureca, en Nicaragua, en el monumental vertedero de basura de Managua. Creo que es interesante que esa experiencia la compartamos con todos los que se acerquen a este blog.

Emocionados, pudimos ver como allí, en el impresionante vertedero, entre la más absoluta miseria, viven cientos de familias que se mantienen de buscar en la basura su sustento. Es increíble cómo, a pesar de verlo una y otra vez, nos continuamos emocionando con esos seres humanos abocados a la inmundicia, a la difícil supervivencia, a la esperanza que es muy difícil de abrazar, a sufrir viendo cómo unos seres humanos se autodestruyen mientras otros intentan salir adelante.

Nos ha sorprendido como nuestro alumnado se ha implicado, se han mantenido expectantes e interesados, cómo han demandado ver la continuación y cómo se han emocionado, compartiendo tristezas y, en ocasiones, algunas lágrimas. Han comentado, muy sorprendidos, que a pesar de la pobreza y la situación en la que malviven no les falta la sonrisa y el humor. Se han dado cuenta de todo lo que tienen en sus casas y han valorado lo que tenemos porque algunos se han percatado de lo importante que es poder disfrutar de la comida y del aseo diario. Nos hemos concienciado del valor de un cubo de agua mientras en nuestro entorno se derrocha y nos olvidamos de cerrar el grifo. 

Una alumna nos decía que después de ver ese programa ya no volverá a decirle a mamá que no quiere o que no le gusta algunos de los alimentos que se consumen en casa. Podrá o no hacerlo pero lo que no cabe duda es que le ha impresionado de forma positiva. Otros han visto que hay lugares en el mundo, como La Chureca, en que la vida no vale nada y la violencia está al orden del día mientras aquí estamos protegidos por las leyes y por los Cuerpos de Seguridad del Estado.

Ha impactado ver a muchos niños buscar en la basura el sustento y llevarse a la boca huesos de pollo como único alimento mientras nos regalaban una sonrisa. Hemos recalcado que no podemos hacer manifestaciones como la muy utilizada ¡Qué asco! Porque sin darnos cuenta estamos hiriendo la sensibilidad de los otros. Han aprendido a que cuándo alguien nos ofrece algo, en este caso un plato de comida, con amor no podemos rechazarlo de forma despectiva porque posiblemente nos esté dando lo mejor que puede darnos.

Hemos trabajado que el llorar o el emocionarnos es propio de los seres humanos, de todos sin excepción, y no debemos esconder nuestras emociones por el qué dirán o decir, la anacrónica e injusta frase, "los niños no lloran" como si las lágrimas fueran patrimonio de las niñas. Hemos crecido muchísimo estos días y la experiencia de poder compartir unas horas con los habitantes de La Chureca nos ha unido y nos ha posibilitado valorar mucho mejor lo que tenemos. Hemos sido capaces de manifestar, en público, el sentimiento de sentirnos humillados o forzados, de sentirnos hundidos o vejados por los otros y algunos de esos otros se han dado cuenta que el que ejerce la violencia es el débil y el que no debe ser nunca respaldado y sí aprender a posicionarnos en el lado del oprimido y del que siente que se le acosa. La violencia y el hambre se dan la mano y es por ello que no podemos hacerles sitio y sí unirnos para poder derrotarles.

La sensación de que este mundo que nos ha tocado vivir es injusto la hemos experimentado y nos ha valido para denunciar a los poderosos y a los políticos que son insensibles y que sólo piensan en llenarse su insolidario bolsillo. Si todos y todas pusiéramos de nuestra parte no tendríamos esos miles de millones de seres humanos que pasan hambre y sed y no tendríamos que sentirnos mal por ver ese MAL que asola a gran parte de la población del Planeta.

Queremos cambiar las lágrimas de tristeza por lágrimas de esperanza y de solidaridad y ello es posible si hacemos llegar nuestro mensaje a todos los corazones y que los de hielo y metal se conviertan en sensibles y solidarios.

Educación y lágrimas.

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-         ¿Podría hablar contigo?

-         Por supuesto, le contesté.

-         Desearía que fuera en privado. - Me respondió, con mucho tacto-.

-         Bien. ¿Te parece al final de  la clase?

-         Muy bien. Muchas gracias.

-         De nada, por favor. Gracias a ti.

Este diálogo tuvo lugar entre el que escribe y uno de sus alumnos hace ya unos meses. Le atendí y me percaté, rápidamente, que de sus ojos surgían lágrimas incontroladas. El color de sus ojos cambió, rápidamente, a un tono rojizo que él quiso, levemente, ocultar. No podía parar e intentó secarse el rostro, con las mangas de su camisa, que se le veía atravesado por unos finos y húmedos hilos de sentido sufrimiento.

- ¿Qué te ocurre? ¿Te puedo ayudar?

- Sí -contestó con mucha dulzura y con una tremenda desazón e impotencia-.

- Se ríen de mí en clase cuando salgo a la pizarra o cuando intervengo en alguna actividad.

- ¿Quiénes están haciendo eso?

Me explicó, con todo lujo de detalles, lo que estaba sufriendo al ver reír a algunos de sus compañeros. No era lo habitual en este chico, abierto y de fácil sonrisa. Además se trata de un buen alumno que no presenta rasgos de acoso escolar. Le expliqué que no debía sentirse mal y que sólo los necios, los insensibles son capaces de hacer ese tipo de daño aunque, posiblemente, sólo se tratara de un mal entendido. Le animé a ser siempre él, confiando en sí mismo y sintiéndose orgulloso de todo aquello que él considerara su verdad y su forma de ser y de pensar.

Se secó sus lágrimas y me dijo que esperara un momento porque no quería que le vieran de aquella manera pero todo fue un querer y no poder. Le abracé y le dije que no se sintiera mal porque era muy saludable llorar y era propio del ser humano.

Con este relato quiero compartir que no es sólo este chico el que se siente mal y, afortunadamente en este caso se trata de un mal momentáneo, el que ve cómo otros se mofan, se ríen, les agreden física y verbalmente. Es un fenómeno que se ha dado desde siempre y hoy en día se conoce como bullying o bulling.

Desgraciadamente no todos tienen el talante y la decisión de este magnífico alumno y mejor persona y callan, un día y otro también, haciéndose el temor y la frustración una bola que crece día a día y no saben cómo parar.  En este caso la solución no fue demasiado complicada. Me limité a hablar con aquellos otros dos alumnos que se equivocaron aunque ellos no eran conscientes del daño que habían hecho. Manifestaron que eran buenos amigos y que todo era un error. Aprovechando aquella tesitura les hice ver la necesidad de hablar con el compañero ofendido y entristecido y pedirle disculpas y explicarle que todo había sido una confusión. Se brindaron a intentar solucionar la cuestión. Lo que quiero resaltar es la situación de malestar, de impotencia, de frustración y de inmenso dolor a la que algunos seres humanos son sometidos y la injusticia que se comete con determinados alumnos o alumnas y personas en sus lugares habituales de trabajo o estudio.

Sería injusto no aprovechar este artículo para también sacar a  la luz los malos tragos que sufre el profesorado. Las lágrimas que se ocultan detrás de lo que se llama la madurez, la fortaleza del adulto, la explicación, con una sonrisa forzada, de unos hechos que, en ocasiones, frustran y llenan de humillación. El profesorado de Secundaria y también, aunque en menor medida, el de Primaria son un colectivo que necesita ayuda y comprensión aunque la sociedad, o gran parte de ella, mira a otro lado. ¿A quién le llora el profesorado que mira su reloj cuándo entra en determinada clase? La hora se le hace interminable y espera que los chicos y chicas disruptivos no se la hagan más difícil todavía. Es muy triste ver profesores y profesoras, maestras y maestros, rotos y hechos añicos como si de hojas de papel se tratara. Hablan de sus problemas y la desazón que sienten al ser ninguneados, al no poder llevar a cabo su labor de forma satisfactoria. Este es un mal que también hay que atajar, al igual que se intenta dar solución inmediata a todos y cada uno de los problemas de acoso escolar, entre el alumnado, que se nos presentan.

Volviendo al problema inicial, mi preocupación se vio desvanecida porque el objetivo de mi intervención, con mucha prontitud, se cumplió con creces. La sonrisa habitual y la felicidad que suele transmitir volvió a aquel joven y aquel día no se fue con prisas, como hace la mayoría del alumnado, sino que me esperó y me dio las gracias y me tendió, con muchísima ternura, su agradecida mano.

Al día siguiente comencé la clase alabando lo positivo del grupo y de las grandes virtudes de todos y cada uno de los que lo formaban. Animándoles a seguir mejorando cada día en la medida de las capacidades de cada uno y a afrontar, con ganas, la responsabilidad de los estudios. Analizamos situaciones que debemos rechazar y también valoramos lo que la diversidad nos aporta. Les pregunté qué sentían cuando alguien les ignoraba. La respuesta fue tajante: "no nos gusta y nos sentimos muy mal". Les dije que si alguna vez sus mamás o papás manifestaban disconformidad o impotencia ante sus respuestas y reacciones. Les invité a que aquella impotencia del ser querido la multiplicaran por 27 en cada grupo clase y a lo largo del día por los otros grupos a los que atiende el profesorado. Les llamé la atención en lo que sentirían si sus padres o madres, abuelas o abuelos, educadores o educadoras les manifestaran que lo habían pasado muy mal con el comportamiento de unos jóvenes a los que se dirigieron y sólo deseaban transmitirles mejoras. Les invité, una vez más, a ocupar el sitio del docente e intentar atraer la atención del resto del alumnado mientras yo ocupaba su lugar. Intenté que visualizaran a un ser querido en el puesto de la profesora o el profesor que, según sus manifestaciones, no domina la situación. Se quedaron muy pensativos y el silencio fue la respuesta. En general son muy receptivos cuando se les plantea este tipo de cuestiones.

Me fui muy satisfecho y muy emocionado al disfrutar del privilegio que conlleva el ser docente, de ser un ser humano que se sigue emocionando con lo que hace y trabajando, cada día, valores fundamentales que hacen que cada uno pueda rendir acorde a sus posibilidades. El currículo, en ocasiones, debe ser el armazón y los sentimientos y la transmisión de los valores fundamentales el alma del imprescindible ejercicio de la conexión entre los educandos y el educador, de eso que se llama educación. Sin esta conexión, sin esta motivación, sin esta complicidad es imposible llevar a cabo la tarea de la docencia. No se trata de llenar cabezas y sí de formarlas, en la medida de sus posibilidades, de incidir en la necesidad de que se trabaje en la búsqueda de la solución de los problemas que nos surgen en el camino, de forma democrática y pacífica, dándole de lado a todo tipo de violencia y al desencuentro. Fomentar el diálogo y el expresar, libremente, las diferentes formas de pensar, intentando llegar al consenso. No se logra educar sin el deseo de implicarse de los discentes y por muy buen profesional que se sea, de que se sepa mucho de la materia que impartimos, si no hay buena disponibilidad de los estudiantes el resultado es, muy posiblemente, la frustración y el desencanto. Educar es, en gran medida, llegar a todas y a todos, en la medida de las posibilidades de cada uno.

En mitad de aquella clase, de forma muy inteligente, cuando todas y todos estaban trabajando las cuestiones relacionadas con la explicación y el trabajo del día, al pasar al lado de aquel joven, el de las sentidas lágrimas, me ofreció algo que se encontraba sobresaliendo en su puño, se trataba de una pequeña bolsa de plástico. Me dijo, aprovechando que yo me acerqué a explicarle algo que de forma muy inteligente me demandaba, que eran unos bombones y que hiciera lo posible porque nadie se percatara. Su sonrisa, su regalo de cada día, se dibujó en su cara. Le di las gracias y le di la mano como si mi intención fuera premiar el buen trabajo de su cuaderno. Una vez terminada la clase, en el pasillo, le dije que no tenía que traerme nada, que eso era parte de mi trabajo. No me dejó terminar y de nuevo me ofreció su agradecida mano.

¡Qué hermoso privilegio! ¡Qué bien me sentí! La educación y su difícil puesta en práctica nos muestra, de vez en cuando, este lado tan amable, tan lleno de sentimientos y de agradecimientos muy sentidos.  Recordé como Maquiavelo nos regalaba una frase que decía: "Para el espíritu humano tiene mayor trascendencia un acto noble y lleno de caridad que un hecho feroz y violento".

 

 

¿Por qué lloraba el abuelo los fines de año?

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El abuelo se hacía el despistado y de sus lacrimales brotaban, cual manantial repleto de aguas, unas lágrimas que en sus pronunciados surcos parecían unos riachuelos en los que se apetecía nadar y nadar buscando ese horizonte perdido que nunca logré encontrar. Posiblemente el abuelo sí que encontró aquel paraíso perdido y se esmeró en buscar lo que ansiaba encontrar aunque fuera en unos maravillosos sueños que le llevaban a ir de manos con su mamá y su papá y con tantas otras personas queridas desde que tenía uso de razón.

Yo le observaba, curioso  y a la vez intrigado, porque hasta aquel entonces nunca le había visto llorar. De forma curiosa, al año siguiente y al otro y al otro, por las mismas fechas el abuelo lloraba. Aunque intentaba disimularlo todos nos dábamos cuenta de su situación, para él incómoda, porque pienso que se había tenido que aprender de memoria aquella frase que decía "los hombres no lloran" y él creo que se la aplicaba con bastante rigor aunque en esas ocasiones no pudiera evitar aquellos relucientes riachuelos.

En mi infantil ignorancia, lógica de aquel entonces, le pregunté, acariciándole la cara y besándole, pienso que tiernamente, la razón por la que lloraba. No recuerdo con exactitud lo que me contestó pero fue algo así:

-         ¿Por qué lloras abuelo?

-         Por nada, mi niño, cosas de viejos.

-         No me gusta verte llorar.

-         Ya se me pasó. -me contestó acompañándola con una caricia.

Se trataba de estas fechas de fin de año, cuando todos estábamos juntos, comiendo y bebiendo, cantando y bailando alrededor de aquellas mesas plagadas de platos de carne, de papas arrugadas, de truchas de batata y de cabello de ángel, de unos bollos deliciosos que nunca más he podido recobrar su sabor. El abuelo siempre lloraba por fin de año y en aquel entonces no comprendí el significado de sus lágrimas, de su tristeza, oculta tras aquel sombrero negro que colocaba de tal forma que parecía una empalizada por la que no teníamos modo de entrar. A pesar de ello no podía ocultar su estado de ánimo y nunca nos daba una respuesta satisfactoria a nuestra pregunta.

El paso del tiempo, inexorable para todos, ha hecho que aquella pregunta encuentre hoy, con su sentida ausencia, la respuesta que nunca quiso darme. Cumplimos años, sin apenas darnos cuenta, y, por poner un ejemplo, vemos como ya no podemos vernos el pelillo de las orejas o de la nariz sin el auxilio de las gafas. Son señales inequívocas del paso del tiempo, que se resiste a abandonarnos y sí a darnos la mano y conducirnos de forma apresurada hacia no sé dónde. Pienso que ese camino, el que debe andar cada uno, inmaculado e intransitado hasta entonces, se estaba haciendo más palpable, menos misterioso. Todo ello, junto a las grandes ausencias, cada vez más numerosas, hacen que estas fiestas nos aporten, además de luz, de calor, de encuentro, de jolgorio, de besos y abrazos, de golosinas y uvas de la suerte otros componentes que hacen que las lágrimas de abuelo fueran lógicas y, poco a poco, debemos ir preparando respuestas convincentes para los más jóvenes si no queremos dejarles con una pregunta sin contestar por unos largos años pero que, sin quererlo ni desearlo, siempre llegarán puntuales a una cita que no podemos evitar.

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