- ¿Podría hablar contigo?
- Por supuesto, le contesté.
- Desearía que fuera en privado. - Me respondió, con mucho tacto-.
- Bien. ¿Te parece al final de la clase?
- Muy bien. Muchas gracias.
- De nada, por favor. Gracias a ti.
Este diálogo tuvo lugar entre el que escribe y uno de sus alumnos hace ya unos meses. Le atendí y me percaté, rápidamente, que de sus ojos surgían lágrimas incontroladas. El color de sus ojos cambió, rápidamente, a un tono rojizo que él quiso, levemente, ocultar. No podía parar e intentó secarse el rostro, con las mangas de su camisa, que se le veía atravesado por unos finos y húmedos hilos de sentido sufrimiento.
- ¿Qué te ocurre? ¿Te puedo ayudar?
- Sí -contestó con mucha dulzura y con una tremenda desazón e impotencia-.
- Se ríen de mí en clase cuando salgo a la pizarra o cuando intervengo en alguna actividad.
- ¿Quiénes están haciendo eso?
Me explicó, con todo lujo de detalles, lo que estaba sufriendo al ver reír a algunos de sus compañeros. No era lo habitual en este chico, abierto y de fácil sonrisa. Además se trata de un buen alumno que no presenta rasgos de acoso escolar. Le expliqué que no debía sentirse mal y que sólo los necios, los insensibles son capaces de hacer ese tipo de daño aunque, posiblemente, sólo se tratara de un mal entendido. Le animé a ser siempre él, confiando en sí mismo y sintiéndose orgulloso de todo aquello que él considerara su verdad y su forma de ser y de pensar.
Se secó sus lágrimas y me dijo que esperara un momento porque no quería que le vieran de aquella manera pero todo fue un querer y no poder. Le abracé y le dije que no se sintiera mal porque era muy saludable llorar y era propio del ser humano.
Con este relato quiero compartir que no es sólo este chico el que se siente mal y, afortunadamente en este caso se trata de un mal momentáneo, el que ve cómo otros se mofan, se ríen, les agreden física y verbalmente. Es un fenómeno que se ha dado desde siempre y hoy en día se conoce como bullying o bulling.
Desgraciadamente no todos tienen el talante y la decisión de este magnífico alumno y mejor persona y callan, un día y otro también, haciéndose el temor y la frustración una bola que crece día a día y no saben cómo parar. En este caso la solución no fue demasiado complicada. Me limité a hablar con aquellos otros dos alumnos que se equivocaron aunque ellos no eran conscientes del daño que habían hecho. Manifestaron que eran buenos amigos y que todo era un error. Aprovechando aquella tesitura les hice ver la necesidad de hablar con el compañero ofendido y entristecido y pedirle disculpas y explicarle que todo había sido una confusión. Se brindaron a intentar solucionar la cuestión. Lo que quiero resaltar es la situación de malestar, de impotencia, de frustración y de inmenso dolor a la que algunos seres humanos son sometidos y la injusticia que se comete con determinados alumnos o alumnas y personas en sus lugares habituales de trabajo o estudio.
Sería injusto no aprovechar este artículo para también sacar a la luz los malos tragos que sufre el profesorado. Las lágrimas que se ocultan detrás de lo que se llama la madurez, la fortaleza del adulto, la explicación, con una sonrisa forzada, de unos hechos que, en ocasiones, frustran y llenan de humillación. El profesorado de Secundaria y también, aunque en menor medida, el de Primaria son un colectivo que necesita ayuda y comprensión aunque la sociedad, o gran parte de ella, mira a otro lado. ¿A quién le llora el profesorado que mira su reloj cuándo entra en determinada clase? La hora se le hace interminable y espera que los chicos y chicas disruptivos no se la hagan más difícil todavía. Es muy triste ver profesores y profesoras, maestras y maestros, rotos y hechos añicos como si de hojas de papel se tratara. Hablan de sus problemas y la desazón que sienten al ser ninguneados, al no poder llevar a cabo su labor de forma satisfactoria. Este es un mal que también hay que atajar, al igual que se intenta dar solución inmediata a todos y cada uno de los problemas de acoso escolar, entre el alumnado, que se nos presentan.
Volviendo al problema inicial, mi preocupación se vio desvanecida porque el objetivo de mi intervención, con mucha prontitud, se cumplió con creces. La sonrisa habitual y la felicidad que suele transmitir volvió a aquel joven y aquel día no se fue con prisas, como hace la mayoría del alumnado, sino que me esperó y me dio las gracias y me tendió, con muchísima ternura, su agradecida mano.
Al día siguiente comencé la clase alabando lo positivo del grupo y de las grandes virtudes de todos y cada uno de los que lo formaban. Animándoles a seguir mejorando cada día en la medida de las capacidades de cada uno y a afrontar, con ganas, la responsabilidad de los estudios. Analizamos situaciones que debemos rechazar y también valoramos lo que la diversidad nos aporta. Les pregunté qué sentían cuando alguien les ignoraba. La respuesta fue tajante: "no nos gusta y nos sentimos muy mal". Les dije que si alguna vez sus mamás o papás manifestaban disconformidad o impotencia ante sus respuestas y reacciones. Les invité a que aquella impotencia del ser querido la multiplicaran por 27 en cada grupo clase y a lo largo del día por los otros grupos a los que atiende el profesorado. Les llamé la atención en lo que sentirían si sus padres o madres, abuelas o abuelos, educadores o educadoras les manifestaran que lo habían pasado muy mal con el comportamiento de unos jóvenes a los que se dirigieron y sólo deseaban transmitirles mejoras. Les invité, una vez más, a ocupar el sitio del docente e intentar atraer la atención del resto del alumnado mientras yo ocupaba su lugar. Intenté que visualizaran a un ser querido en el puesto de la profesora o el profesor que, según sus manifestaciones, no domina la situación. Se quedaron muy pensativos y el silencio fue la respuesta. En general son muy receptivos cuando se les plantea este tipo de cuestiones.
Me fui muy satisfecho y muy emocionado al disfrutar del privilegio que conlleva el ser docente, de ser un ser humano que se sigue emocionando con lo que hace y trabajando, cada día, valores fundamentales que hacen que cada uno pueda rendir acorde a sus posibilidades. El currículo, en ocasiones, debe ser el armazón y los sentimientos y la transmisión de los valores fundamentales el alma del imprescindible ejercicio de la conexión entre los educandos y el educador, de eso que se llama educación. Sin esta conexión, sin esta motivación, sin esta complicidad es imposible llevar a cabo la tarea de la docencia. No se trata de llenar cabezas y sí de formarlas, en la medida de sus posibilidades, de incidir en la necesidad de que se trabaje en la búsqueda de la solución de los problemas que nos surgen en el camino, de forma democrática y pacífica, dándole de lado a todo tipo de violencia y al desencuentro. Fomentar el diálogo y el expresar, libremente, las diferentes formas de pensar, intentando llegar al consenso. No se logra educar sin el deseo de implicarse de los discentes y por muy buen profesional que se sea, de que se sepa mucho de la materia que impartimos, si no hay buena disponibilidad de los estudiantes el resultado es, muy posiblemente, la frustración y el desencanto. Educar es, en gran medida, llegar a todas y a todos, en la medida de las posibilidades de cada uno.
En mitad de aquella clase, de forma muy inteligente, cuando todas y todos estaban trabajando las cuestiones relacionadas con la explicación y el trabajo del día, al pasar al lado de aquel joven, el de las sentidas lágrimas, me ofreció algo que se encontraba sobresaliendo en su puño, se trataba de una pequeña bolsa de plástico. Me dijo, aprovechando que yo me acerqué a explicarle algo que de forma muy inteligente me demandaba, que eran unos bombones y que hiciera lo posible porque nadie se percatara. Su sonrisa, su regalo de cada día, se dibujó en su cara. Le di las gracias y le di la mano como si mi intención fuera premiar el buen trabajo de su cuaderno. Una vez terminada la clase, en el pasillo, le dije que no tenía que traerme nada, que eso era parte de mi trabajo. No me dejó terminar y de nuevo me ofreció su agradecida mano.
¡Qué hermoso privilegio! ¡Qué bien me sentí! La educación y su difícil puesta en práctica nos muestra, de vez en cuando, este lado tan amable, tan lleno de sentimientos y de agradecimientos muy sentidos. Recordé como Maquiavelo nos regalaba una frase que decía: "Para el espíritu humano tiene mayor trascendencia un acto noble y lleno de caridad que un hecho feroz y violento".