En todos los momentos y épocas han existido seres humanos que se han manifestado abiertamente en contra de las penas de muerte. Debe ser una señal de humanidad, algo que nos diferencie de los violentos, el mostrarnos en contra de todo tipo de atropellos, de acallamientos interesados, de las desigualdades acentuadas y llevadas a cabo por los que sólo piensan en llenarse sus repletos bolsillos, de los políticos corruptos que están alejados de la realidad y, día a día, aumentan su patrimonio, de los que piden que nos ajustemos el cinturón y, de forma insolidaria, aumentan sus ya grandes sueldos. Basta ya de dictaduras, de ausencia de libertades, de lugares y cárceles ausentes de las más mínimas condiciones, de acallar a las minorías, del sufrimiento impuesto por los que ejercen el falso poder, de la lejanía de los gobernantes, de los azotes, de las violaciones, de las torturas, del terrorismo, de las guerras, de la explotación del hombre por el hombre, en contra de aquellos que atentan contra los niños y niñas del mundo, en sus más diversas y horripilantes prácticas, de los que practican la violencia con sus semejantes y, entre otras muchas más, proclamo mi repulsa contra la pena de muerte.
En mis frecuentes encuentros con la prensa de antaño, debido a mi condición de historiador y antropólogo, me encontré con un ejemplo de lucha contra la injusticia y la barbaridad que supone la aplicación de la pena de muerte. La noticia, del año 1902, nos decía que un opulento filántropo suizo, Anatolio Scheneider Wan Douppel, había muerto hacía unos pocos días en la ciudad de Lucerna. Lo curioso del caso es que en su testamento dejaba establecido que su fortuna, valorada en 43 millones de francos, que había hecho, la mayor parte de ella, en minas de petróleo en Australia, de carbón de piedra en Westphalia y en deuda inglesa y alemana, se utilizara para luchar contra la lacra de la pena de muerte. Para tal menester dejaba un premio de 150.000 francos para cada uno de los verdugos que llegado el momento de ejecutar la sentencia a un reo se negaran a obedecer. Aquel sustancioso premio se concedía por llevar a cabo esa desobediencia, negándose a ejecutar lo que se les ordenaba, además del expreso deseo del verdugo de abandonar las funciones de ejecutores de la justicia. ¡Muy curioso y original testamento!
Me parece increíble, que en pleno siglo XXI, se continúe aplicando la pena de muerte en muchos países, por las más variadas razones. Me negué, en su momento, a presenciar las imágenes del asesinato de Sadam Hussein, a pesar de las barbaridades que había cometido, consentido por los países abanderados del orden y la democracia, de la justicia y las libertades. ¡Qué hipocresía! ¡Qué ejemplo! ¡Qué atentado en contra de los derechos humanos! No se pueden dar esos ejemplos de barbarie a los jóvenes y a los no jóvenes. También me niego a ver imágenes de jóvenes ahorcados por gobiernos macabros, videos con viles ajusticiamientos por el método del degüello...todas esas imágenes deberían ser prohibidas en los medios de comunicación. Basta el relato para que se nos sintamos disminuidos como seres humanos.
Hace ya muchos años leí un libro que me dejó marcado. No alcanzaba aquel joven a comprender tanta maldad llevada a cabo por los seres (in)humanos. Su lectura fue costosa. En ocasiones, se me hacía un nudo en mi garganta. Me repetía, una y otra vez, que aquello que leía era imposible que lo llevara a cabo una persona normal. A lo largo de los siglos hemos tenido ejemplos que son un canto a la desesperación, hemos estado en manos de seres muy enfermos que aplicaban su bestialismo fuera de casa, algunos posiblemente también lo hicieran en familia, riendo, celebrando y alegrándose por el derramamiento de sangre y el sufrimiento ajeno. Aquel libro, que considero que las personas formadas se deben leer para acercarnos a lo que el ser humano nunca debería repetir, se titulaba "La pena de muerte: Ceremonial. Historia. Procedimientos", su autor Daniel Sueiro.
Un grito se debería levantar, en todos los lugares del Planeta, para evitar que estas injusticias se sigan llevando a cabo. ¡No a las ejecuciones! ¡No a las torturas! ¡No a las penas de muerte! y SÍ a denunciarlas, a aplicarles la justicia a los que las han llevado a cabo. ¡Cuántos inocentes no se han visto ante su inminente ejecución! ¡Cuántas lágrimas, cuánta desesperación y cuanto sufrimiento al ver que les quitaban el bien más preciado! ¡Basta ya a las guerras injustas y a las muertes de inocentes! ¡Basta ya!
Una persona me escribía un comentario, a uno de mis trabajos, en el que me especificaba que detrás de la muerte por ajusticiamiento de algún ser humano existía otra persona, desesperada y abatida, que sufría el terror y la impotencia de no poder hacer nada para evitar ese atentando contra los Derechos Fundamentales. Su ser querido iba a ser privado de la vida y nada podía hacer. Lágrimas, desolación, sufrimiento, soledad...se apoderaban de aquellos que se quedaban y, como respuesta, el silencio y la falta, no deseada, de presencia de los que nos abandonan.