Envejecer: El camino hacia el omega.

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Esta mañana salía de casa y pude gozar del caminar juntos de una pareja de ancianos que vive en la misma calle. Normalmente les encuentras sentados en la puerta de su casa, en unos desgastados escalones que habrán visto sentarse a otros seres humanos que se les parecen muchísimo aunque no recuerdan exactamente los momentos en que allí estuvieron. La mujer muestra una gran curvatura en su dolida espalda y una mirada curiosa y atenta a todo lo que acontece a su alrededor. Como decía les vi andar juntos y con vestido de gala, posiblemente fueran al médico. Las personas de su generación acostumbran a utilizar lo mejor de su vestuario para estas ocasiones en que el galeno les atiende, ya de forma muy amigable por la frecuencia, cada día más habitual, de sus visitas. Evidentemente este tipo de salidas se hacen muy repetitivas y, en ocasiones, unas lágrimas y unas sonrisas se turnan en el camino de vuelta.

 Me pareció muy entrañable verles como hasta ahora no lo había hecho. Me imaginé el momento en que se conocieron, muy jóvenes, y su sentir de cómo se pasa el tiempo, tan inexorablemente. En el portal habrán hablado de unos y de otros y, en un determinado momento, se habrán puesto a recordar sus días de noviazgo, de juventud, de madurez y, sin pretenderlo ni desearlo, de esta etapa tan llena de nostalgia, de recuerdos o de frustraciones por no poder hacer aquello que hacían en otros momentos aunque ahora hagan otras cosas.

Llegar a una edad avanzada se debe tomar como una prórroga que hay que aprovechar para hacer otras actividades, cambiar los hábitos y las monotonías y hacer lo que pone en práctica un queridísimo amigo octogenario al que admiro y quiero muchísimo. Se trata de un hombre que a pesar de las dolencias, achaques y enfermedades, que han llegado sin invitarlas, se prepara varios viajes al extranjero a lo largo de los doce meses. Así, en los últimos años, ha visitado toda Europa, volviendo una y otra vez a sitios que le llamaron la atención y le marcaron. Cuando llega de vuelta se dedica a montar una especie de memorias en las que narra sus aventuras y les añade postales, antiguas y recientes de los lugares visitados, que busca en los anticuarios, en filatelias o en mercadillos, como buen coleccionista que es. También guarda las entradas de los museos visitados y escribe sobre las curiosidades, las costumbres y la gastronomía de dichos lugares. Me comenta que no tiene tiempo para aburrirse y si el momento de irse le llega que sea en avión, en tren, en barco o en guagua pero no en la cama de un hospital, ya algunas veces visitada, porque perdería un hermoso tiempo. Manifiesta que vive al día y con las maletas hechas por si llega el viaje que nunca ha querido hacer pero para el que hay que estar preparado, eso sí, sin miedo y sin angustias porque por mucho que sea el temor y la desgana siempre llegará el desconocido y atento acomodador para ofrecernos una butaca en primerísima fila.

Su jovial y pegadiza manera de afrontar estos momentos, los que llaman de la tercera edad, le suponen una preparación maravillosa y llena de encantos para aquella otra, la cuarta edad a la que aspira a llegar, a pesar de esas malas compañías que se llaman enfermedades y a las que él se resiste a darles la mano y a invitarlas a compartir una confortable cama.

Volviendo a los dos ancianos del comienzo, seguro que habrán dormido uno junto al otro durante muchísimos años y, muy posiblemente, no se han percatado de la rapidez del cambio de su piel, de la cantidad de pelo que se ha ido por el sumidero, de cómo han ido apareciendo los dolores y de no poder apreciar los granos o los pelillos que le salían de las aperturas de la audición. Sólo los espejos de la casa están siendo, día a día, testigos mudos de unos cambios que conducen a la última partida, de forma inexorable porque se trata de un proceso irreversible y el elixir que nos da la juventud, desgraciadamente, no se encuentra en el mercado.

Los estructuralistas antropológicos dicen que todas las culturas clasifican las cosas en categorías enfrentadas u opuestas y así cuando hablamos de  la juventud la oponemos a la vejez o cuando hablamos de muerte estamos refiriéndonos también a la vida y es que cuando nacemos empezamos un camino que, en la mayoría de las ocasiones, se puede hacer larguísimo y que nos conduce al inevitable último rincón, al último paisaje de aquel afamado cuadro en el que quisimos ser protagonistas. Ha tenido que suceder el hecho del alfa del nacimiento y de las vivencias acumulativas para que se llegue a ese abrazo con lo no presente, con lo sobrenatural, con el más allá o no sé dónde pero lo cierto es que partimos al igual que llegamos y si lo hacemos rodeados de las mejores sonrisas en los primeros momentos será también más llevadero, en los últimos, si lo hacemos como si se tratara de un plácido y reponedor sueño del que despertaremos en otro lugar, muy posiblemente, lleno de árboles frutales, praderas llenas de flores y de aromas diversos, de espacios en los que no necesitaremos de calmantes y jarabes y sí de zumos y de frescos cócteles que harán que nos sintamos en la dimensión del placer y de las luces y veamos, como si de una película se tratase, como nos vamos yendo de viaje, muy poco a poco, a ese mundo que llaman paraíso y en el que dicen los creyentes que no existirá el dolor ni el sufrimiento y sí, las tan deseadas, paz y felicidad perpetuas del inevitable omega.

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